lunes, 4 de julio de 2011

El arte de la salud - William Ospina

Esta bella y provocadora nota de Wiliam Ospina nos propone, a los médicos -incluyo bajo esta denominación a todos quienes nos propusimos en la vida cuidar la salud y la vida de los seres humanos (bueno, eso suena bastante pretencioso)-, un reto bastante interesante, inteligente y hermoso, el de adentrarnos en otros campos que, finalmente, nos proporcionarán grandes goces. Algo de esta nota nos recuerda, también, aquella frase de José de Letamendi: El médico que sólo sabe medicina, ni medicina sabe
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EL ARTE DE LA SALUD

Por: William Ospina | Elespectador.com

Es un error pensar que la medicina puede encargarse de resolver todos los problemas de la salud.
La enfermedad suele tener una causa física, pero siempre revela un desajuste entre el cuerpo y el espíritu, entre la materia y el alma, entre el mundo y el lenguaje. Por eso son tan importantes los afectos, las palabras, los libros, como instrumentos poderosos en el proceso de reencuentro con la plenitud de la vida y del cuerpo.
Algún columnista hablaba en estos días de la situación que se describe en La montaña mágica de Thomas Mann, donde hombres que convalecen, apartados del mundo, en un sanatorio de las montañas, discurren sobre todos los temas imaginables como si estuvieran resanando las grietas de la historia, las fisuras del pensamiento, los males de la imaginación.
La literatura es también un bálsamo cicatrizante, una pócima curativa, un gran remedio, mal que les pese a quienes temen que convertir estas cosas sublimes en instrumentos terapéuticos sea rebajarlas o degradarlas. Así como la capacidad de cicatrizar es uno de los grandes misterios de la vida, aliviarse no es cosa trivial, recuperar la vitalidad, la alianza armoniosa del cuerpo y el espíritu es uno de los hechos milagrosos de la condición humana; y combinar las sustancias químicas con las espirituales, las terapias físicas con las artes del lenguaje, la medicina con el pensamiento, son altos recursos de sabiduría.
Siempre he pensado que los hospitales deberían ser también grandes bibliotecas, espacios de la música y del arte, escenarios de la creación y la conversación; pienso que no se han utilizado suficientemente en la historia los recursos del lenguaje, la belleza y la armonía para devolverle al cuerpo equilibrio, voluntad y entusiasmo.
Nunca como cuando he estado enfermo he necesitado tanto de la conversación inteligente, de la lectura filosófica y de la imaginación activa. Nunca he sentido tan necesario el contacto con la naturaleza, con bosques vivos y aguas puras, con el aire fresco y el espectáculo de la vida silvestre.
Es verdad que una de las posibilidades de la enfermedad es la muerte: ésta siempre será más dulce en un medio afectuoso, bello, sereno, cargado de la seriedad de las cosas grandes, de esas que nada asume con mayor plenitud que la poesía y las artes. Pero la principal de las posibilidades de la enfermedad es la reconciliación con los misterios de la condición humana, un reconcentrarse en las más antiguas preguntas y los más elevados propósitos, y nada es tan saludable como no confundirse con la enfermedad: tomar partido por todo lo que sigue siendo sano, por la razón que piensa bien, por la imaginación que inventa bien, por el lenguaje que razona con lucidez, comunica con pasión, se ordena con belleza y discurre con sinceridad y con alegría.
La enfermedad es una oportunidad de reencontrarse con el cuerpo, con los elementos, con los milagros del movimiento, la sensibilidad, la intuición y la fantasía. “Ni siquiera podemos saber qué tan ricos o pobres somos —decía Chesterton— porque todo es regalo”. Pero qué bien le sientan a un convaleciente la lectura del Zarathustra de Nietzsche o de las Hojas de hierba de Walt Whitman, del Hiperión de Hölderlin, del Banquete de Platón o de Los alimentos terrestres de André Gide, de los Idus de marzo de Thornton Wilder o de La Tempestad de Shakespeare, de las Mil y una noches o de La monja Alférez de Thomas de Quincey, del César y Cleopatra de Bernard Shaw o de las Sátiras de Marcial, de la Oda a un ruiseñor de John Keats o del Tema de las mutaciones del mar de John Peale Bishop, textos saludables, altaneros, llenos de vida y de lucidez, siempre deliciosos y a veces impúdicos, que hicieron inmortales a sus autores y que le contagian un poco de desafiante inmortalidad a todo el que los lee.
Es verdad que existen, para casos extremos, el milagro químico y el milagro quirúrgico, pero esos milagros no pueden ser suficientes. Cada quien debe saber con qué música se alivia. Cada quien sabe, o debería dedicarse a descubrirlo, para qué enfermedades son bálsamos el Jardín de las delicias del Bosco, las Meninas de Velásquez, los grabados de Durero o la Niña guiando al minotauro ciego de Pablo Picasso.

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