miércoles, 5 de noviembre de 2008

Las muertes gratuitas Por Eduardo Escobar

Amigos:

Antes de transcribir esta columna de Eduardo Escobar, mi comentario:

Tal como lo escribí el lunes pasado en este Blog, cuando puse allí la columna de Carlos Villalba Bustillo, estas palabras de Eduardo Escobar reflejan muy bien lo que está pasándonos. Es serio. Apocalíptico. Entonces, hay que comenzar a actuar. Propongo la marcha diaria, permanente. Este año se completarán como 5 marchas, con la que está prevista para diciembre. Digo 5, refiriéndome a las que fueron masivas y nacionales, comenzando por la del 4 de febrero y la del 6 de marzo. Eso está bien, hay que sacudirse. Pero siendo la cosa tan grave, el sacudón debe ser más fuerte y duradero, hasta que definitivamente cambiemos esto. No podemos seguir aceptando, ni por acción ni por omisión, que matar al enemigo o al "malo" sea la salida facilista para los conflictos. Somos peores que los irracionales animales; ellos no matan con la sevicia que estamos viendo. Y alarguemos el asunto: estamos matándonos de muchas formas, no solo con la que nos deja sin los signos vitales y concluye en una sepultura; también nos estamos matando sicológicamente, socialmente, emocionalmente. Matamos el afecto, matamos los sueños, matamos las ilusiones. Matamos el buen ánimo. Matamos, entonces, el bienestar; imperan, en consecuencia, el engaño, el estrés, el aislamiento. ¡Y el autoengaño! Sí: nos arrogamos el ser poseedores de la verdad. Entonces, los demás son los que mienten, los equivocados, los "malos". Y cuando se nos sale el "bondadoso", pasamos a la tolerancia extrema, la que deja que pasen esos eventos destructivos de la sociedad, la de creer que un mesías nos está salvando y que nosotros lo único que tenemos que hacer es elegirlo, ungirlo. No, un país, el mundo lo construimos entre todos, porque también lo destruimos entre todos; bueno, a veces bastan unos pocos para destruir todo. Pero si esto ocurre, es porque los demás no lo defendieron.

Bien, sencillo: comencemos mirándonos un rato al espejo, para comenzar a ver, a descubrir lo perverso de cada uno de nosotros; eso hay que combatirlo, con firmeza, pero con cuidado. Y salgamos a convencer, a trabajar con los otros para combatir lo perverso de los otros. La tarea es durísima, pero comencemos a pensar en qué acción, pequeña o grande, podemos ejecutar. Siempre con cuidado: Primum non nocere

Desconfiemos de nuestra verdad, no tanto como para paralizarnos y no actuar, pero sí lo suficiente para estar atentos a escuchar y escuchar. Hay que ser osados, sí, pero minimizando riesgos.

Bueno, dejo acá por hoy, pero no hay duda de que hay que actuar. No matemos a nadie, eso sí. Es un contrasentido que promovamos la pena de muerte para los que matan. Ahí comienza a flaquear nuestra valoración de la vida. Y ahí se relativiza todo. Así como basta robarse los primeros diez centavos para abrirse el camino para llegar a robar los miles de millones que tantos se han robado. Se comienza matando al malo asesino y se pasa a matar a cualquiera que haga algo "malo". Miremos la historia de la humanidad. Repetición de la repetidera. Y, entonces, un día, todos son malos: no piensan exactamente como yo. Y yo poseo la verdad. Entonces el otro es malo y no debe vivir. ¡Y hasta me encomiendo a la Virgen para no fallar en mi acto asesino!

Otra vez, dejemos hasta acá. Sigamos hilvanando más ideas. Pero actuemos. Esto debe parar, esto debe ser mejor, más agradable; pero para todos, no solo para mí.

Leamos: hay ciencia contemporánea que nos está mostrando muy buenos caminos, muy buenos ejercicios de convivencia.

De Eduardo Escobar en El Tiempo

Las muertes gratuitas

Hace años, los hijos de papi de Medellín y Pereira, mezclados a los de los primeros traquetos con ínfulas de omnipotentes, divertían las noches baleando a mendigos en los portales, al azar, por darse el lujo del desprecio. Gonzalo Arango había publicado antes, en Nadaísmo 70, la revista del movimiento, la mejor de sus crónicas: 'Planas. Crimen sin castigo'. Un niño indígena del Meta contaba que un general le puso electrodos en los testículos. Y contaba cómo los alcaldes, personeros, policías y colonos salían ciertas tardes a practicar el deporte de nobles de la caza. Es decir, a cazar indios en los montes. La saludable actividad se llamaba cuiviar. Que significa cazar cuivas como venados o como gurres.

Uno de los implicados dijo en la entrevista radial puntual -la entrevista forma parte del rigor del rito asesino- que no sabía que era malo. Todo el mundo lo hacía. Una vez invitaron a los indios a comer sancocho envenenado. A los que tardaban en morirse los remataban a palos o los enterraban vivos en el patio.

Esas cosas suscitan preguntas espinosas, puesto que nos incumben, acerca de la verdadera índole de los colombianos. Aunque tienen la democracia más sólida de Latinoamérica y son uno de los pueblos más felices de la Tierra en las encuestas de la felicidad.

Los estudiantes de medicina de una universidad de Barranquilla, ante la falta de cadáveres para los cursos de anatomía, los hacían en la carne roñosa de los pordioseros que iban a dormir en los jardines del alma máter. Los mataban a tiros, para no dañarlos. Y los echaban en las mesas heladas de los futuros sabios de la higiene. Una pandilla de abogados de Ibagué, en otra trama espeluznante de la picaresca nacional del derecho, adoptaba indigentes. Los engordaban, los acicalaban hasta dejarlos hechos unos soles, los aseguraban, y los tiraban por un puente. La práctica del derecho a veces se confunde con la triquiñuela para la malicia indígena. Y la medicina...

El último escándalo del soberbio espanto nacional, la iniquidad de los muchachos de todas partes baleados en los potreros de todas partes, reclutados entre los hambrientos de las ciudades para cambiar sus despojos por días libres en las brigadas, es apenas el último episodio de una crónica larga de infamias extremas. Los lugares carecen de importancia, las circunstancias, y los nombres de los verdugos y las víctimas. Son meras apariencias, casualidades. Lo que importa es el fracaso que esas cosas implican. La sangre fría como síntoma de una sociedad postrada.

La culpa es imposible. O es de todos. En la dialéctica del Mal, la víctima y el verdugo forman un solo animal que busca redimirse en la degradación. Representan el drama de un fracaso. El fracaso de los púlpitos de los obispos, de los políticos que conducen las masas a sus destinos, de los maestros encargados de la educación de todos, de las filosofías, del sistema de comunicación y hasta de los escritores de los periódicos y de los que publican libros. Como uno. Cómo cada palabra que digo multiplica el horror, cómo un comentario podrido, o ligero, atiza el fuego de mi infierno, cómo mis sueños secretos envilecen mi vigilia.

Es terrible una nación donde la gente ya no mata por amor, por odio, o por desdén, o por plata, como en todas partes. Donde se compra con un cadáver una licencia de soldado. Y una mano cortada se tasa en el reglamento.

Pero el defecto no es de las reglas. Ni del aparato de sapos y recompensas. Lo peor es la desvalorización atroz de la vida, la minimización abusiva del Otro, la confusión de todo, el vacío inconsciente, la descomposición en un caldo de sombras. En paranoia pura, en asco puro, en desesperanza pura. André Breton dijo con perfecta irresponsabilidad que el acto surrealista supremo es salir a la calle y disparar contra la multitud. Eso dejó de ser surrealista hace tiempos entre nosotros. Para ser pan de cada día. Y no tiene pizca de poético.


Eduardo Escobar

lunes, 3 de noviembre de 2008

El tamaño de nuestro drama Por Carlos Villalba Bustillo

Doy paso al columnista de El Espectador Carlos Villalba Bustillo, porque, en breves palabras, resume lo que es Colombia actualmente. Otro columnista del mismo periódico, un siquiatra, Rafael Hernando Salamanca, hablando de otro tema, igual de trascendental, nos recuerda por qué no nos damos cuenta del real estado de las cosas, de lo grave de la situación: La psiquiatría y la psicología saben, desde Freud y Nietzsche, que los humanos manejamos el impacto de las malas noticias mediante la negación. Cada vez que nos alcanza la muerte de un ser querido o se nos diagnostica un cáncer, la respuesta es un mecanismo protector de defensa: “No es cierto”. Así el organismo se da un respiro para asimilar algo que lo inundará de dolor. Igual sucede en la psicología colectiva. Esa negación generalizada permite que la fiesta continúe.

Veamos, sin más, la columna de Carlos Villalba

http://www.elespectador.com/columna-el-tamano-de-nuestro-drama
El tamaño de nuestro drama
Por: Carlos Villalba Bustillo
Nos llamaban país culto y violento cuando cada cuatro o cinco años se declaraba una guerra civil en Colombia. Y se extrañaban de la paradoja los hispanoamericanos, los norteamericanos y los europeos.Era cierto, en buena parte, y nosotros mismos nos encargábamos de pregonar que el sectarismo podía más que la cultura. Un día creímos que entendiéndonos políticamente se acababa todo, pero fue peor. Excluimos del acuerdo a las minorías y nos respondieron con otra clase de violencia que todavía existe. Y ésta generó otra que también existe, y ahí se fueron apilando.Pero la depravación entre los colombianos está llegando a niveles inimaginables, porque cuando hasta los padres sacan sus instintos criminales contra los hijos, que son carne de su carne y sangre de su sangre, no hay poder humano que ataje el desplome de nuestros resortes morales. La indolencia y la codicia barrieron de nuestra conciencia las represiones que nos mantenían dentro de límites normales. En una sociedad donde la familia se desintegra, la convivencia es inalcanzable.Los últimos falsos positivos, que suman más de cien jóvenes muertos, y el secuestro y asesinato de un párvulo de sólo once meses, impiden un juicio sereno sobre la descomposición psíquica que impera en el ambiente nacional. No hay excepciones: todos los núcleos políticos y sociales son protagonistas y por lo tanto responsables del turbión de atrocidades que empeoran día tras día en los escenarios más variados: los hogares, los colegios, el campo, los barrios de las grandes ciudades.De poco han servido los mecanismos de protección de los derechos humanos que nuestra Constitución y nuestras leyes han consagrado. Los desquiciados y los desinhibidos los irrespetan ahora más que nunca, sin miedo a la cárcel y al escarnio. Creer que los asustamos con la cadena perpetua o con la pena de muerte es una ingenuidad. Padecemos un problema de cultura: los colombianos andamos en la cultura de la transgresión. Transgredimos la ley, los valores, la ética, las costumbres, el sentido de la vida y nuestros propios sentimientos, siempre en función de un interés.En Colombia hay más voluntad política y recursos para los subsidios electorales de Familias en Acción que para poner a salvo de la violencia intrafamiliar a las mujeres y a los niños. De modo aislado, en Bogotá, Medellín, Pasto y ahora en Cartagena se avanza en la formalización de una política con diagnósticos y metas para replantear la visión del sector público sobre la situación de las mujeres, su papel dentro de la familia, su condición de madres y su participación en la vida democrática. Pero en el epicentro del poder las agobia el desamparo.Por eso, al mismo tiempo que seguimos hablando de penas y de reformas a los códigos tenemos que pensar cómo restauramos, en este país donde vive la gente más feliz del mundo a pesar de todo lo que nos ocurre, el nivel de dignidad y humanismo que nos libere de un Apocalipsis. No basta con que el Presidente asista a las exequias de Luis Santiago Lozano, ni que diga que su gobierno endurecerá la mano contra los falsos positivos, ni que repita en los consejos comunales su estribillo contra el terrorismo. Parodiando a Martín Fierro, si tiene la presa de la reelección segura, que no deje dormir la causa, que es la regeneración de un pueblo que puede viajar por las carreteras, pero cuyos niños no están seguros ni en su propia casa. Ese es el tamaño de nuestro drama.

Carlos Villalba Bustillo

Para terminar, transcribo la parte final de la columna del siquiatra, con la aclaración de que en donde pongo Colombia, decía el mundo, en una parte, y la humanidad en la otra:

“Denial”. Negación era la razón primordial por la cual Colombia seguía tan campante. La única manera de despertar es insistir, echando una y otra vez la verdad a la cara como un psicoterapéutico baldado de agua fría. Aún así, Colombia permanecerá dormida en tanto la tierra arde.